Un transitar de puchos y recuerdos borrosos

  Hubo una vez, un cuerpo sentado en la mesa de un pequeño café, un cuerpo esbelto, con un rostro lleno de barba gris. Ese cuerpo estaba dormido, un poco cansado. En sus largos y finos dedos, sujetaba un cigarrillo, el humo flameaba  por delante de su cara arrugada. Todo su cuerpo y sus ropas mantenían el perfume de ese tabaco, apestoso para aquellos que no fuman, pero inmaculadamente celestial para aquellos que hoy recuerdan ese olor y piensan en él, en ese cuerpo. 

 Si tan solo una galleta de la fortuna me hubiese advertido que ese cuerpo dejaría de ser cuerpo, yo hubiese fumado a su lado, aunque eso no fuera lo correcto. Porque él podía hacerlo, pero yo no. Era una niña. Y los niños, no deben fumar. No deben dejar que sus pulmones se tapen de humo, eso es solo para los adultos, para los cuerpos adultos. 

 Si mi horóscopo tan solo me hubiese insinuado de su desvanecer, yo me hubiese sentado a su lado de la cama para contarle historias de mundos mágicos, dónde guerreros se hacen héroes y aprenden a vivir en paz y armonía con ellos mismos. Y no me fumaría un cigarrillo, me fumaría dos, uno en cada mano.

 Si mi ego se hubiese liberado y si hubiese tenido tiempo, yo me hubiese fumado una caja de cigarrillos, cada vez que ese cuerpo daba un paso. Pero ese tiempo no existe, nunca existió y hoy fumo los cigarrillos sola y me cuento historias de guerreros, guerreros que nunca llegaron a ser héroes.  

  

   

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