El uruguayo
Recuerdo su mirada cuando lo abracé por primera vez, después de tantos años. Sus ojos verdes y vidriosos me hacían pensar en todas las lágrimas reprimidas, que albergaba ese cuerpo flacucho. Su pelo gris, se asemejaba a las cenizas de todos los puchos que se había fumado en consecuencia quizá del estrés, de la falta de amor o quizá aún, de la derrota que suponía, que era su vida.
Estábamos en un café dentro de la estación de autobuses, allá en Santiago del Estero. Si mi memoria no me falla, yo iba asustado, mis sentimientos estaban a flor de piel, ¿Cuántos años habían pasado ya? No lo recordaba y aunque me esforzara por hacerlo, un muro a prueba de balas se interponía, era algo impenetrable. Aún así, allá está él, mi padre. Sentado en la silla, mirando mi entrada inquieta, mi tambaleo en cada paso dado. Cuando por fin llegué a la mesa, lo abracé, lo abracé como nunca lo había hecho, lo abracé tanto que pude sentir como lloraba su corazón y lo seguí abrazando hasta que sentí su alma y luego lo solté, para que así su cuerpo y su forma siguieran con vida.
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