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Sin esteros

  Cada verano ardía como las llamas del infierno y unos monstruos con grandes cadenas se esforzaban en alimentar el fuego. Hombres, mujeres y niños destinados a morir con sudor, sin siquiera la posibilidad de elegir el día de su muerte. Todos se convertirían en cenizas y quedarían impregnados en la tierra áspera y desolada eternamente. 

Azul, verde, rojo.

 Azul, debajo, al fondo del mar, quedó lo inconcluso. Lo fatídico.  Verde, lo que podría haber sobrevivido, pero hoy; se cae, se derrumba. Con pena. Volcando sangre, sobre un recipiente ya repleto. Inundando el cuarto.  Se caen las hojas y un color gris se apropia del espacio que respiras. Ejerce presión en tus pulmones. Te sofocas.

La antorcha

 En la turbada tarde, perecían sus ambiciones. La lluvia prometía un nuevo comienzo, pero se había acabado en tan solo cinco minutos.  Ni se podría decir que había luz al final del túnel, nada que lo llevase al cielo o al infierno, a la vida o la muerte. Como en esa película, donde la protagonista muere, pero su alma sigue estando en la tierra, en un punto medio. Vagando, hasta poder irse en paz.  Esa es la mejor explicación para los síntomas que atravesaba. Así, en el medio de algo, que no está bien, porque no es cien por ciento real. 

Vejez

  Marcelo sabía que ella vendría por él. Tan solo con pensarla, se le hundían los ojos, en una plena desolación.   No había forma de escapar, el tiempo no se lo permitía. De hecho lo perseguía, casi que le tocaba los talones. Se preguntaba si alguna vez alguien la había burlado, sin terminar en un fatídico accidente, claro está. Porque habían maneras, pero implicaban ir contra las leyes naturales de la vida.        

Muerte en El Eterno Show

  El monstruo del circo se había escapado, había ocurrido en la madrugada, un sábado, a las 12:00 am del año 1994. Alrededor de las 02:30 am, lo mataría el Gran Jefe, nombre que le daban en el circo “El Eterno Show”, al que generación tras generación, terminó heredando el poderío de las grandes carpas azules. Solo el Gran Jefe decidía quién continuaba dentro del espectáculo. Si bien el monstruo, (el cuál no contaba con nombre, ya que era indigno de uno), cumplía un papel importante una vez abiertas las puertas, no era sumamente valioso ya que había recibido grandes quejas por parte de los expectantes y de sus propios compañeros en los últimos meses, por lo tanto su huida fue la que terminó de condenar su muerte.  Cuando el monstruo murió, su cuerpo se quedó en el suelo, en plena quietud. Parecía dormido plácidamente, como un bebé, un bebé monstruo. Su alma, sin embargo, flotaba a unos tres metros del cuerpo. Ya el tormento había pasado, quedaba en el ayer, pero algo impedía s...