Muerte en El Eterno Show

 El monstruo del circo se había escapado, había ocurrido en la madrugada, un sábado, a las 12:00 am del año 1994. Alrededor de las 02:30 am, lo mataría el Gran Jefe, nombre que le daban en el circo “El Eterno Show”, al que generación tras generación, terminó heredando el poderío de las grandes carpas azules. Solo el Gran Jefe decidía quién continuaba dentro del espectáculo. Si bien el monstruo, (el cuál no contaba con nombre, ya que era indigno de uno), cumplía un papel importante una vez abiertas las puertas, no era sumamente valioso ya que había recibido grandes quejas por parte de los expectantes y de sus propios compañeros en los últimos meses, por lo tanto su huida fue la que terminó de condenar su muerte. 
Cuando el monstruo murió, su cuerpo se quedó en el suelo, en plena quietud. Parecía dormido plácidamente, como un bebé, un bebé monstruo. Su alma, sin embargo, flotaba a unos tres metros del cuerpo. Ya el tormento había pasado, quedaba en el ayer, pero algo impedía su partida o su cruce hacia la luz. Algo pendiente quedaba en el aire, algo que no había sido capaz de resolver cuando aún estaba vivo. Y resulta que el monstruo jamás había visto su rostro, tampoco jamás tuvo el orgullo de tener un nombre, nadie lo amó, y nadie rezó por él. Ese era su pendiente en la tierra, no podía irse sin haber experimentado todas estas vivencias. Entonces buscó en lo profundo de su conciencia la manera para volver a la vida y la encontró. Era un sábado del mes de marzo, corría el año 1994, y el reloj que estaba encima del estante de herramientas daba las 3:00 am, cuando el monstruo abrió nuevamente sus ojos y su corazón volvió a latir.
Se incorporó del suelo, con sus manos sintió el pulso de su corazón golpeando contra su pecho. No era un sueño, aún había sangre en su vientre. Y por lo que entendía, debía escapar con prisa de la carpa antes de que alguien lo descubriese. Se echó a andar por la puerta de lona que estaba a sus espaldas, la abrió con sigilo y contempló a lo lejos una luz y reconoció al Gran Jefe cavando una tumba, su tumba hasta hace media hora atrás. Una lágrima cayó de sus ojos, una oportunidad de vivir estaba saliendo desde las profundidades de esa tierra. Corrió cuanto se lo permitieron sus pies, corrió más veloz de lo que alguna vez se imaginó capaz, era la primera vez que corría, era la primera vez que sentía el viento de la libertad, para cuando llegó al alambrado que daba fin al terreno circense, miró hacia atrás. Las carpas vistas a lo lejos, parecían pequeños pañuelos de tela, meciéndose al compás del viento, levantó su mano derecha y se despidió de lo que había sido mal qué mal su hogar por veintisiete años. 
Y así fue como el monstruo indigno, se metió entre los árboles de jacarandá y se perdió en la oscuridad de la noche. Caminó y caminó sin mirar atrás, pues ya no había nada atrás, sólo existía aquello que estaba adelante. Desconocido pero tan anhelado. De repente una lluvia se abalanzó del cielo, el monstruo buscó refugio debajo de una decadente construcción abandonada en medio de la nada, la lluvia paró al cabo de una hora, ya faltaba poco para que las aves canten y un nuevo sol se posicione en el cielo azul. Aún así continuó su ruta, sin pensar en todo lo que quedó en el circo, poco a poco iba dejando los recuerdos de su jaula, poco a poco iba dejando la mirada del público, esa mirada maliciosa y burlona de lo que reflejaba su vida pecaminosa para ellos, iba olvidando el desprecio e iba abandonando sus deseos de morir, esos deseos que sentía día tras día, una vez que se abrían los telones de su jaula. Y es que había sufrido tanto allá dentro, había dejado de hablar luego de comprender que por más “por favor” que pudiese pronunciar, nadie lo haría libre. Ante los demás, él era un monstruo y nada más que eso. Y ese era su castigo por haber nacido así, el castigo eterno del espectáculo. Pero ya no habría eso en su futuro, él volvió de la muerte para ser digno. Quería ser amado como cualquier otro, quería respeto. 
Y así salió el alba y las aves cantaron, y el cielo se fue aclarando y la luz brilló más que nada en el mundo y entonces todo cobró sentido. El cielo estaba justo frente a sus ojos.



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