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El uruguayo

  Recuerdo su mirada cuando lo abracé por primera vez, después de tantos años. Sus ojos verdes y vidriosos me hacían pensar en todas las lágrimas reprimidas, que albergaba ese cuerpo flacucho. Su pelo gris, se asemejaba a las cenizas de todos los puchos que se había fumado en consecuencia quizá del estrés, de la falta de amor o quizá aún, de la derrota que suponía, que era su vida.    Estábamos en un café dentro de la estación de autobuses, allá en Santiago del Estero. Si mi memoria no me falla, yo iba asustado, mis sentimientos estaban a flor de piel, ¿Cuántos años habían pasado ya? No lo recordaba y aunque me esforzara por hacerlo, un muro a prueba de balas se interponía, era algo impenetrable. Aún así, allá está él, mi padre. Sentado en la silla, mirando mi entrada inquieta, mi tambaleo en cada paso dado. Cuando por fin llegué a la mesa, lo abracé, lo abracé como nunca lo había hecho, lo abracé tanto que pude sentir como lloraba su corazón y lo seguí abrazando has...

Un transitar de puchos y recuerdos borrosos

  Hubo una vez, un cuerpo sentado en la mesa de un pequeño café, un cuerpo esbelto, con un rostro lleno de barba gris. Ese cuerpo estaba dormido, un poco cansado. En sus largos y finos dedos, sujetaba un cigarrillo, el humo flameaba  por delante de su cara arrugada. Todo su cuerpo y sus ropas mantenían el perfume de ese tabaco, apestoso para aquellos que no fuman, pero inmaculadamente celestial para aquellos que hoy recuerdan ese olor y piensan en él, en ese cuerpo.   Si tan solo una galleta de la fortuna me hubiese advertido que ese cuerpo dejaría de ser cuerpo, yo hubiese fumado a su lado, aunque eso no fuera lo correcto. Porque él podía hacerlo, pero yo no. Era una niña. Y los niños, no deben fumar. No deben dejar que sus pulmones se tapen de humo, eso es solo para los adultos, para los cuerpos adultos.   Si mi horóscopo tan solo me hubiese insinuado de su desvanecer, yo me hubiese sentado a su lado de la cama para contarle historias de mundos mágicos, d...

Deseo de una ilusión

 Había llegado tan tarde que ya nadie lo reconocía. Su rostro ya no era el mismo, su cuerpo se había convertido en algo más grande. Seguía siendo humano, pero su piel no era la misma, ni sus ojos; dejaron de ser verdes, para convertirse en cafés. Su estructuralismo había bajado a un punto más bajo que cero. Se parecía tanto a su hija, las mismas pasiones, el mismo ideal, los mismos gestos y movimientos. ¿Acaso la imitaba para ganarse su amor por primera vez?   Llevaba muerto menos de seis meses, pero su cuerpo se había ido hace más de veintisiete años, incluso quizá más. Pero como la había procreado, veintisiete años bastaban de ausencia.   Quizá había robado el cuerpo cuando falleció. Hay historias que aseguran que cuando alguien muere y no resolvió cierto asunto en esa vida, puede robar el cuerpo de alguien que está sufriendo un paro cardíaco, lo único que debe hacer es pedir permiso y dar una breve explicación de por qué necesita volver. El cuerpo ajeno, aún ...

Sin esteros

  Cada verano ardía como las llamas del infierno y unos monstruos con grandes cadenas se esforzaban en alimentar el fuego. Hombres, mujeres y niños destinados a morir con sudor, sin siquiera la posibilidad de elegir el día de su muerte. Todos se convertirían en cenizas y quedarían impregnados en la tierra áspera y desolada eternamente. 

Azul, verde, rojo.

 Azul, debajo, al fondo del mar, quedó lo inconcluso. Lo fatídico.  Verde, lo que podría haber sobrevivido, pero hoy; se cae, se derrumba. Con pena. Volcando sangre, sobre un recipiente ya repleto. Inundando el cuarto.  Se caen las hojas y un color gris se apropia del espacio que respiras. Ejerce presión en tus pulmones. Te sofocas.

La antorcha

 En la turbada tarde, perecían sus ambiciones. La lluvia prometía un nuevo comienzo, pero se había acabado en tan solo cinco minutos.  Ni se podría decir que había luz al final del túnel, nada que lo llevase al cielo o al infierno, a la vida o la muerte. Como en esa película, donde la protagonista muere, pero su alma sigue estando en la tierra, en un punto medio. Vagando, hasta poder irse en paz.  Esa es la mejor explicación para los síntomas que atravesaba. Así, en el medio de algo, que no está bien, porque no es cien por ciento real. 

Vejez

  Marcelo sabía que ella vendría por él. Tan solo con pensarla, se le hundían los ojos, en una plena desolación.   No había forma de escapar, el tiempo no se lo permitía. De hecho lo perseguía, casi que le tocaba los talones. Se preguntaba si alguna vez alguien la había burlado, sin terminar en un fatídico accidente, claro está. Porque habían maneras, pero implicaban ir contra las leyes naturales de la vida.